quinta-feira, 1 de dezembro de 2005

La condición post-contemporánea

Nan Goldin

El Arte Moderno
por Antonio Cerveira Pinto

El siglo xx, o por lo menos la mitad que me ha tocado vivir, ha pasado como una correría de utopías ensangrentadas en cuyo lecho aún se agita una humanidad dividida entre la parte amputada y miserable, que engloba a la mayoría de la población mundial, y la parte narcotizada por las insistentes estéticas del progreso, de la velocidad, del bienestar, del consumo y del desperdicio (la minoría de la que formo parte). Nadie se resiste a la pornografía exhibida por los medios de comunicación. De la basura televisiva producida por las grandes estaciones de difusión, hasta las redes micrológicas de la televisión por cable y de la Net, pasando por el imperio de la publicidad y por la masticación cinéfila, esta inmersión estética en la lógica del Capitalismo nos conduce, en efecto, a una especie de fascismo dulce, confortable y estereofónico que, como un vicio condenable pero irresistible, no logramos abandonar por nuestros propios medios.

El abandono de la imagen por parte de la pintura y, después, por parte del resto de formas superiores de arte, es decir, de aquellas que, mediante el uso de la libertad y de la crítica, se opusieron a la instrumentalización de sus facultades seductoras y filosóficas, fue, por así decirlo, el gran tropismo negativo de la sensibilidad moderna. Sobre todo debido a la invención de la fotografía y de todas las máquinas y regímenes de exploración del trabajo que permitieron a Walter Benjamin hablar de la obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica, el artista vio su Ser partido en dos mitades esquizofrénicas: la mitad comercial y la mitad moderna, es decir, la mitad oportunista, alegre, útil y deseable por una sociedad urbana y convergente, que empezaba a descollar, y la mitad revolucionada, crítica, analítica e inútil, que no interesó a nadie hasta que los medios de comunicación de masas vieron en sus apariciones inusitadas un motivo de escándalo cosmopolita, de risa pública y finalmente de especulación.

Hubo, por parte del arte moderno, una persistente tendencia hacia la abstracción, contra el realismo iconográfico molesto e hipócrita de las academias de bellas artes. Por lo que se refiere al camino expresionista, esta tendencia fue sobre todo un proceso de desfiguración (Expresionismo, Surrealismo, Pop). Por el camino analítico, se procedió a una especie de sublimación de las estructuras figurativas de la representación (Impresionismo, Cubismo, Suprematismo, Abstracción Geométrica, Minimalismos). En cuanto al camino conceptual (Dadá, Futurismo, Constructivismo, Action Painting, Internacional Situacionista, Pop, Conceptualismo), desplazó el arte del territorio de la estética hacia un ámbito marcadamente intelectual, y se asumió sobre todo como un proceso de manifestación de la subjetividad concreta en el interior de las técnicas, de los lenguajes y de los algoritmos.

En un sentido general, podemos afirmar que el Modernismo fue el resultado de una elevación filosófica de la actividad artística común, como resultado de una liberación de naturaleza crítica. Y ya fuese ésta en dirección a la belleza kantiana (aquello que gusta universalmente y que no tiene concepto) o, por el contrario, en dirección a la condena hegeliana impuesta al devenir histórico del núcleo interesante de la Estética —a saber, la tendencia de que tanto la sensibilidad como el lenguaje encuentran en la propia muerte del arte el medio necesario de su liberación contemplativa—, dicha metamorfosis implicó un alejamiento de la vida común y un aislamiento de naturaleza crítica. El arte moderno se apartó de la cultura material, aunque le prestó la forma y la gramática, que ésta arruinó usando de manera mercenaria las múltiples aplicaciones urbano-comerciales y urbano-consumistas que de las mismas extrajo. Así, se dividieron las aguas del arte entre las postrimerías del siglo xix y las del siglo xx. En la margen izquierda, se encontraba el ovillo cada vez más inaccesible de un arte filosófico (frecuentemente, la causa de grandes equívocos y perversiones); en la margen derecha, se verificaba la afluencia torrencial y democrática de una estética funcional absolutamente seductora y oportunista. Sólo cuando los museos sean capaces de coleccionar, catalogar y exponer estas dos categorías antitéticas de la cultura moderna percibiremos toda la dimensión auto-destructiva del Modernismo.

Vanguardias

El desayuno sobre la hierba (1863) y La ejecución del Emperador Maximiliano de México (1868), de Édouard Manet, son dos de los lienzos más sintomáticos de la libertad adquirida por el pintor de la vida moderna. Una libertad anunciada en la trayectoria turbada de Goya, en el paisajismo de John Constable, por los pintores de Barbizón y por el realista Courbet, pero que sólo el crecimiento de las ciudades industriales, el desarrollo de una burguesía capitalista independiente de la aristocracia y del feudalismo, los movimientos republicanos y la máquina de vapor convertirían en presente en ese París contradictorio y agitado dirigido por el pequeño emperador Napoleón III. Ser rechazado en un Salón por un jurado decadente cualquiera y deudor de obediencias a los aparatos institucionales dominados todavía por una mezcla kitsch de monarquía e imperio, se convirtió en una estrategia de demarcación e identificación en la gran ruptura ya en curso entre el arte oficial de las academias y el arte independiente propugnado por Victor Hugo, Mallarmé y Baudelaire. La idea de verdad se hizo totalmente esencial para el proceso creativo. Por contraposición a los modelos idealizados, retóricos e simulacionistas de las academias, los pintores modernos, a quien Nadar prestó su estudio para celebrar la primera exposición Impresionista, se comprometieron con una búsqueda de la verdad. Buscaron la verdad de lo cotidiano (en plein air!), contra el manto diáfano de las fantasías románticas y, después, despojando la forma de esa verdad de todos los accesorios innecesarios. Por esto mismo, esa verdad nacida de una mirada libre se convertiría en verdad artística, expresada nuevamente en la literatura, en la poesía, en la pintura y en la escultura como manifestación concreta de la propia subjetividad creativa: manifestación de una subjetividad concreta, acción subjetiva en el seno de los lenguajes, de los símbolos y de los códigos, en nombre de la teoría y del amor. La pureza de esta comunicación nueva debería generar una depuración de los lenguajes, de sus convenciones y traiciones inconscientes, y un análisis de las formas. Representar la realidad en una era que empezaba a estar dominada por el mundo de la fotografía y de la prensa ilustrada llegaría a ser, para las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo xx, una disciplina estética bien diferente del decadentismo bucólico y servil de las Beaux Arts. Para los herederos de Manet, Courbet y Cézanne (y también de Pregunté recientemente Van Gogh), para artistas como Mondrian, Malévitch, Klee, Tatlin (y también Modigliani y Picasso), o incluso Pollock, Rauschenberg, Calder, Bacon y Giacometti, entre otros, la reproducción simbólica de lo real implicó principalmente la deconstrucción iconológica y comunicacional de sus apariencias ideológicas convencionales, a través de un gesto crítico totalmente original. La burguesía ilustrada de la época (médicos, abogados, comerciantes, industriales y banqueros), cuyas señales de identidad implicaban la producción y el dominio de determinados universos imaginarios, así como la adquisición y la posesión de propiedades y símbolos distintivos, recibiría este pase de magia con gran satisfacción. En la doble oposición al mundo rural, analfabeto, religioso y sumiso, y a la decadencia bonapartista de los regímenes aristocráticos, la burguesía urbana aspiraba a la libertad de movimientos, al poder de la mayoría, a los derechos de la individualidad y a la sustitución de la teología por una red de saberes verificables desde un punto de vista epistemológico verificables. Bajo la presión favorable de las máquinas de vapor, de la electricidad y del nuevo cosmopolitismo urbano, el espíritu moderno, esta urgencia libertaria y emprendedora, se transfiguró, en los albores del siglo xx, en algo más decidido, programático y radical: ¡la Vanguardia! El espíritu moderno inventa, pues, con absoluta originalidad, la idea de velocidad en la innovación y en la crítica, dando lugar a la proliferación de las ideologías vanguardistas en las artes, en los movimientos políticos y sociales, en las ciencias y tecnologías y en la moda. De las vanguardias revolucionarias del proletariado, al militarismo brutal de la primera (1914-18) y segunda (1939-45) guerras mundiales, pasando por las vanguardias financieras que llevaron a la expansión irresistible del Capitalismo, quedaría, sin embargo, en el impronunciable rescoldo de Auschwitz, una resaca demasiado amarga y la angustia existencialista que llevaría al fin del arte moderno europeo. Entonces, la retórica de la modernización (patente en la demagogia política representativa) empezó a ser la señal pública de un vago deseo, que traducía casi siempre el atraso de un determinado Estado frente a la “media europea” o al amigo americano.

El arte contemporáneo

El modern art nació en Nueva York de la confluencia entre la inmigración intelectual europea, el muralismo revolucionario de Siqueiros y Ribera y la tradición puritana, naturalista, empírica, pragmática, experimentalista y funcionalista norteamericana. Este pathos, teorizado por William James, Charles Peirce y sobre todo por ese extraordinario filósofo y pedagogo llamado John Dewey, permitió la expansión del patrimonio modernista europeo moribundo en dirección hacia algo que escaseaba dramáticamente en Europa: ¡espacio y realidad! Hans Hofmann y Joseph Albers, al decidir abandonar el irrealismo dantesco de la Alemania hitleriana, contribuyeron sintomáticamente a la conversión del arte moderno parisiense, vienés y berlinés en el modern art neoyorquino. Esta transición, preparada por precursores tales como Alfred Stieglitz, Gertrude Stein, Peggy Guggenheim, James Johnson Sweeney, Marcel Duchamp, Man Ray, etc., a pesar de los orígenes y de la confusión suscitada por traducción de los términos, se encuentra en el origen del segundo gran ciclo del arte cosmopolita del siglo xx, el cual arrancaría con la consolidación del Expresionismo Abstracto y del Action Painting como movimientos estéticos emblemáticos de la nueva potencia mundial. Este ciclo es diferente del primero, no sólo debido al tamaño de las obras exigible por las dimensiones de la ciudad que las acogía, sino también por su naturaleza ideológica fundamental: lo que en el arte moderno fue sobre todo una búsqueda de la esencia del Yo, de la Verdad y de la Forma, en el modern art, oriundo del Black Mountain College y de la frenética isla de Manhattan, fue básicamente la experiencia del Yo, de la Verdad y de la Forma. En Europa hubo ante todo una tendencia revolucionaria (vanguardista) a destruir el pasado y crear el futuro, en una especie de superación rapidísima del presente, mientras que en EE.UU., en cambio, las energías se centraron en el aquí y ahora de la experiencia artística, en la performatividad del presente como oportunidad para llegar a la realidad —the real thing—, a través de una disciplina pragmática del mirar y del empleo de las fuerzas, herramientas y materias primas que llevan al painting, a la sculpture y a la performance. Este contexto, necesariamente ecléctico, generó, a finales de la década de los sesenta, la noción de contemporaneidad, atributo ideológico fundamental del arte urbano euro-americano de las últimas tres décadas del siglo xx.

Mientras que en política siguió insistiéndose en el tópico de la modernidad asociado a la lógica económica del crecimiento y del progreso, la cultura artística de los principales centros cosmopolitas mundiales (Nueva York, Londres, Venecia, Kassel, Colonia, Zúrich, Basilea, Amsterdam, …) fue dejando caer las nociones de modernidad y de vanguardia en el queridísimo cubo de la basura del arte moderno. Anunciando el fin de la historia, emergió el arte contemporáneo para sustituirlas. En la realidad, esta extraña designación corresponde a una normalización del arte moderno y de sus vanguardias a la luz de una cruel sobredeterminación de la actividad creativa por la lógica invasora, alienante y especulativa del Capitalismo. La censura de autores como Öyvind Fahlström, la recuperación tardía y titubeante de John Cage, Buckminster Fuller y Allan Kaprow, o incluso las capitulaciones ridículas de Joseph Kosuth, de Daniel Buren y de los Art&Language ante los nuevos mecanismos de la legitimación institucional, se sitúan en la línea de episodios que desembocarán en una verdadera domesticación de las vanguardias, en nombre de una vorágine llamada “arte contemporáneo”: el presente perpetuo de la moda; el presente perpetuo del lujo; el presente perpetuo de la especulación; ¡el presente perpetuo y sacrosanto del arte-moneda!

En el preciso instante en que el Capitalismo, cavando su propia sepultura, desencadena y protege escandalosos mecanismos de blanqueamiento de sus actividades ilegales e criminales, el arte contemporáneo, siguiendo la fase todavía heroica de los Happenings, del Pop Art, del Minimalismo y del Conceptualismo, sin nada que decir —porque todo lo que dice desaparece en el agujero negro del espectáculo, del consumo o de la alegre reificación de la estupidez—, ve cómo se degrada su prestabilidad cultural hasta los límites del más evidente cinismo. Su horizonte de esperanza y ambición, sobre todo en las décadas de los ochenta y noventa, se confunde rápidamente con la codicia asociada al deseo de éxito y de enriquecimiento rápido, sin límites y sin ninguna responsabilidad. El llamado arte contemporáneo, en cuya selva habitan pobres diablos incapaces de percibir lo que les ocurre, bueno o malo, se convirtió en una no-realidad, cuyas manifestaciones dejaron de interesar al común de los mortales (sobre todo, a quien piensa). Al no ser un arte comercial, esto es, un espectáculo Pop propiamente dicho, tampoco es testimonio de una exigencia ética, ni una demostración de vitalidad crítica, ni siquiera una señal genuina de curiosidad. ¿Qué es entonces? En la mayoría de los casos, nada, una triste nada. En la mejor de las hipótesis, una nube dispersa de micrologías, donde a veces todavía es posible encontrar conversaciones interesantes y unos cuantos desertores. Los mejores entre éstos desertan en pos del no-arte (not art).

La condición postmoderna

El aspecto que mejor retuve del informe de Lyotard sobre la condición postmoderna fue la idea del deshielo de las grandes narrativas y de la imposibilidad de revivirlas, a no ser, digo yo, que se plantee la hipótesis de un retorno de la civilización intempestivo. A esta idea se asociaba otra: la de una sociedad del bienestar donde el conocimiento, la técnica y la representación de ambas se instalaron como una Praxis de tipo nuevo, bastante más eficaz que la Dialéctica de la Historia y todas las teleologías que la sustentaban desde el Nuevo Evangelio. Ahora bien, esta teoría tenía, entre otras consecuencias prácticas, una muy simple y demoledora: la constatación del fin del arte moderno como uno de los ejemplos más típicos de la variante laica de la teleología mesiánica, propuesta y trabajada en diversas direcciones por el Romanticismo alemán. En realidad, el llamado arte contemporáneo, que Lyotard veía sobre todo como heredero directo e acrítico del arte moderno (y de sus vanguardias), consistía en el síntoma claro de que la institución artística, así como el Estado moderno, no habían sabido adaptarse —ni al salto epistemológico anunciado por la Teoría de la Relatividad de Einstein (1905-16) y por el Principio de la Incertidumbre (1927) cuántica de Henisenberg, ni al Pragmatismo filosófico norteamericano, ni al Positivismo Lógico del Círculo de Viena. En el fondo, Estado Moderno y Arte Moderno perdieron influencia y sentido debido a un irreparable narcisismo. Aún hoy, lo que queda de ellos, una llama tenue, sigue iludiéndolos sobre un destino que dejó de pertenecerles hace mucho tiempo.

Dejemos a un lado la basura que, en nombre del Postmodernismo, fue instalándose en el mercado de las ideas, de la arquitectura y de las artes. La verdad es que, como ya se sabía, ningún objeto, por muy liso o deformado que fuese, por muy conceptual o pornográfico que fuese, resistiría al agujero negro de la moda y de la globalización capitalista ultraliberal. Ningún insulto cultural o mueca artística podrá con la perversión actual del dinero. Incluso los excrementos y los orines del artista pueden aspirar a la condición de obra de arte y aparecer en los catálogos más selectos de la casa Sotheby’s y de Christie’s. ¿Lo sabían Manzoni y Warhol? Probablemente sí, aunque debamos considerarlos actores de la ironía y no del cinismo. Koons, Witkin, Hirst, los gemelos Chapman y Nan Goldin, entre muchos otros, en cambio, conocen bien los mecanismos actuales de la producción perversa del valor; de hecho, juegan en ese atolladero agonístico, a semejanza de los payasos del Wrestling, de los tele-evangelistas y de las criaturas de los reality shows. También el pobre vídeo, cuya tecnología caracteriza la propia idea de reproducibilidad benjaminiana, fue usado recientemente por los últimos filisteos del arte moderno (es decir, contemporáneo) como vehículo para la realización de “obras de arte” únicas, o casi únicas, para júbilo de los coleccionistas que nunca leyeron al malogrado filósofo y crítico marxista. Sin embargo, lo fundamental, lo fundamental incluso en la apropiación oportunista de la “condición postmoderna” fue la degradación de la expresión en nombre de una falsa pedagogía —con el objetivo de ofrecer a un número imparable de nuevos ricos algo que les gustase y les ayudase a recordar las glorias ajenas, en nombre, claro está, de sus cuentas bancarias; en resumen, para que pudiesen exhibir con la caída del Sol las casas de color de rosa y las piscinas que encargaron a imagen y semejanza de los ridículos imperios de Beverly Hills.

No obstante, Lyotard no hablaba de un simple eclecticismo cultural, sino de micrologías y de diversidad cognitiva en el seno de la geometría estratégica que desembocaría en la explosión del resto de las viejas jerarquías escolásticas del saber y del resto de los imperios anclados en la inmovilidad molecular del espacio-tiempo preinformacional, precibernético y predigital. El filósofo francés, al escribir y hablar sobre la condición postmoderna, no previo cómo iban a caricaturizar su discurso, pero avisó que los nuevos tiempos de utopía estarían controlados por la comunicación y por la movilidad extrema e inmaterial de los conocimientos. Quien dominase el éter, pensó, lideraría el cambio.

¿La última utopía?

Creo hoy en día que uno de los motivos que condujo a la ridiculización de la hipótesis postmoderna fue la amenaza que ésta misma representó para la continuidad del arte contemporáneo, empantanado, a partir de mediados de la década de los setenta, en una retórica conceptualista cada vez más pueril. De hecho, la posibilidad de una corrección de las aporías del Conceptualismo a través de estrategias cognitivas reforzadas por el apoyo de la microelectrónica, de la computación y, sobre todo, de las redes de comunicación e interacción global, se convirtió en algo simplemente intolerable para el medio de las galerías. Por otro lado, la simple perspectiva de que llegara un día en que se ganaría mucho dinero con el arte, era irresistible para buena parte de las “vanguardias” de 35 años. La declaración “el mercado es la vanguardia”, proferida a principios de los años ochenta por todos los fantoches que influían en el curso del llamado “arte internacional”, deja bien patente la dimensión de las cesiones propuestas a las jóvenes generaciones de artistas salidas de las escuelas de arte europeas y norteamericanas. Si el mercado se convirtió en una utopía, entonces debemos preguntarnos si no acabó el mismo por representar, contra todas las expectativas, la última utopía moderna. ¿No configura la fijación histérica en el instante contemporáneo la propia y definitiva muerte del arte como vocación crítica y como proyecto de verdad? ¿Habrán sido las vueltas fantasmáticas a la centralidad heroica de la figuración algo más que una mal disfrazada recuperación del culto del becerro de oro? Y, más allá de ser un bonito truco de prestidigitación, ¿qué fue de la nueva subjetividad?

El No-arte

Dos parecen ser las oposiciones culturales principales que dominan todas las confrontaciones críticas acerca de la naturaleza, las necesidades y la evolución de las entidades artísticas en sociedades globales hipermediáticas, muy tecnológicas y controladas. La primera consiste en la contraposición entre la antigua visión de la realidad grecorromana, católica e iconófila, por un lado, y la vieja visión judío-protestante-calvinista e iconoclasta de la misma realidad, por otro. La segunda percibe una oposición entre, por una parte, el grupo dirigente del arte contemporáneo y su agotada (y a veces muy corrupta) vanguardia y, por otra, los artistas tecnológicos y generativos recién nacidos, así como los practicantes de un arte dinámico. Cuando hablo de arte dinámico, o arte vivo, no me refiero a una forma artística que llevan a cabo algunos artistas vivos, sino a un arte que posee una forma de vida interior, que tiene un origen generativo y que está vivo desde un punto de vista orgánico en su resistencia contra el espacio-tiempo.

El Homo sapiens erectus exhibía ante todos su aparato sexual: lo hizo con el gesto preciso de levantar la cabeza, colocándose en posición erecta formando un eje vertical con respecto al centro de la Madre Tierra. Tal como ocurre entre los monos y entre los pájaros, debido a motivos estratégicos de supervivencia, los ojos humanos se convierten en un órgano mucho más importante que los oídos o la nariz, y responden a una necesidad absolutamente particular de competir con otras especies en la tarea de captar todos los signos relacionados con las actividades de alimentación y reproductivas. Como ha explicado ampliamente André Leroi-Gouhran, gracias a este desplazamiento topológico, los seres humanos lograron especializar sus cerebros, modificando el diseño funcional de sus cabezas y, de forma más significativa, los mecanismos de su aparato fonador, durante un largo periodo de tiempo. Si se sigue esta evolución antropológica, se podría destacar la idea de que la conclusión biológica de este largo proceso desembocará en un estado de necesidad en absoluto dependiente de las mismas necesidades corporales que guiaban la esperanza y la concupiscencia de la especie humana en los últimos doscientos mil años.

Los católicos ven la copa medio llena, en cambio, los calvinistas están convencidos de que está medio vacía. Creo que los calvinistas están más cerca de la verdad. De hecho, si tomamos en consideración las tribus más adelantadas del género humano, aquellas que están más estrictamente conectadas con una progresiva, aunque imparable tecno-morfosis, es más que verosímil esperar que evolucionen hasta alguna clase de estado posthumano, y que sus cuerpos y sus mentes emigren hacia una forma de comunicación radicalmente nueva, con un alcance mucho mayor y con una mayor capacidad de abarcar. Los escépticos —animados por acontecimientos de la historia reciente como el 11 de septiembre, la nueva crisis de civilizaciones entre cristianos y musulmanes y la enorme y sin precedentes deuda externa de la economía estadounidense— nos dirán que el mantenimiento de las divisiones sociales en el mundo producirá toda clase de virus muy peligrosos, y que al final este avance implosivo estallará con los Digitals. Los más escépticos, horrorizados con los escenarios computacionales inflexibles presentados por Donella H. Meadows, Dennis L. Meadows y Jørgen Randers en “Limits to Growth” (1972/2004) y “Beyond the Limits” (1992), creen que, a pesar de lo que hagamos o pensemos, el futuro próximo (es decir, entre 2020 y 2100) no sólo verá el máximo de la producción de petróleo (en algún punto entre 2006 y 2020) sino unas catástrofes tan inimaginables para los humanos que gran parte de nuestra novata ingeniería cultural desaparecerá sencillamente en el aire. Pero como el futuro es por definición impredecible, y estoy convencido de que al final algún ángel apocalíptico me comunicará la verdad, confieso mi inclinación por creer que el Analogons preferirá ponerse al corriente del nuevo mundo “artificial” en preparación, que arriesgar para siempre este paraíso impío. Como ocurre con cualquier metamorfosis, ésta será muy angustiosa. Ciertamente, los nuevos modelos sociales de lucha emergerán de esto. Pero el nuevo marco mental evolucionará con ilusión a partir de este paradigma movedizo. La re-evaluación estética de carne y mente, así como la reconsideración de los derechos existenciales inherentes de imágenes fotogénicas y proposicionales, es ya una parte de esta emocionante alteración.

Podemos suponer entonces que el arte dinámico es un debate de gran valor.

Los fotones, como las palabras, pueden iniciar un proceso de imagen en el interior del cerebro excitando estos maravillosos 1300 cc de crema blancuzca. El resultado de tal interacción será una clase de percepción interna o externa, dotada de contenido, vista en realidad como las propiedades visuales de este objeto de percepción dado. A propósito, este objeto dado ni es “dado” ni “objeto” en el sentido materialista de la expresión “objeto dado”, sino una mera sombra movediza, por usar una analogía platónica. Nosotros no vemos nada, tan sólo un fragmento de todo el holograma fotogénico generado por la colisión entre luz y esa cosa que llamamos el objeto percibido. La visión de un objeto cualquiera, que por un acontecimiento accidental o por la intención de alguien se nos aparece como “cosa vista”, es sólo el principio de un proceso epistemológico, que evolucionará o no como una acumulación histórica de conocimientos, sublimación estética y convicciones morales. A partir del día en que empecemos a construir una biblioteca interna de entidades visuales, para aquella noche en que cerraremos nuestros ojos para siempre, cada una de las imágenes evolucionará en nuestro interior como una categoría filosófica, que oscilará entre la sorpresa teatral de su apariencia escandalosa y la contemplación metafísica de su posible verdad. Si algo han esclarecido las imágenes digitales, es ciertamente la discusión obsoleta sobre la descripción original de una imagen. ¿Es esta descripción un acontecimiento sensacional o, por el contrario, una simple performance mental? Bien, parece ser algo intermedio… Nosotros construimos imágenes de la misma forma que construimos conceptos: ¡esforzándonos mucho en todo momento! Y lo más importante, y muy Marxista, es que hasta ahora cualquier cuadro ha sido un momento cruento y congelado de la lucha de clases histórica en que se encuentran todas las identidades y narrativas humanas.

Una imagen digital cualquiera es sólo una imagen potencial, guardada como código; no se convierte en una imagen actual hasta el día en que llega una orden genética: “¡Sé esta imagen!” Cualquier estúpido ordenador puede dar esta orden sin saber absolutamente nada acerca del proceso que acaba de poner en marcha. Entonces, cuando alguien dice que el ordenador puede desempeñar el papel de un nuevo modelo más productivo para entender las artes visuales y sus perplejidades (aporía), significa que debemos tener en cuenta tanto su uso común como su naturaleza. Tan pronto como las artes computacionales alcancen un sentido común, dejando atrás todas las baratas metafísicas de progreso que conforman el aura comercial y cívica de la Tecnología de la Información, dispondremos del tiempo y de la oportunidad para concentrarnos en su novedad interna, como algo mucho mayor que una herramienta sofisticada y muy productiva. Para trabajar correctamente con ordenadores, los artistas deberán evolucionar junto con ellos en algún tipo de proceso simbiótico. Aprender de los ordenadores no es la próxima gran tarea, sino la asignatura actual del arte “postmoderno”, “posthumano”. Por supuesto, dicho movimiento sería inimaginable desde un punto de vista romántico, ya sea financiero, burocrático o profesional. Torres de marfil como Tate Modern y Mac Guggenheim’s, cuya única misión es no rezagarse con respecto a la especulación del arte llevada a cabo por las viejas inversiones capitalistas, siguen lanzando artillería dura contra el surgimiento del arte dinámico. Una de las razones por las cuales se está verificando esta situación reside en las implicaciones económicas del nuevo régimen artístico, basado, según cabe suponer, en estrategias sociales de conexión de redes de fuente libre y abierta.

Insisto en que no estoy pensando en una nueva vía oportunista de tecnología abusiva. Lo que realmente importa ahora es la posibilidad de una co-evolución hacia un paradigma artístico completamente nuevo, basado en una vida posthumana dilatada. La teoría de sistemas, la vida artificial, la inteligencia artificial, la genética basada en el ADN, la vida electrónica, los cuerpos mejorados y las conexiones de redes radicales, son algunos de los ingredientes indispensables de la era venidera. En cualquier momento, algún cometa, y más probablemente nuestra estupidez, pueden interrumpir cualquier sueño. Pero ésta no es una buena razón para detener este discurso.

El monasterio tecnológico

Ahora podemos observar el movimiento moderno y sus secuelas a la luz de las energías que lo vieron nacer. Si no hubiese habido carbón y máquinas de vapor, ¿cómo habría sido? ¿Y si no hubiese habido petróleo y gas natural? ¿Y si estos recursos carbónicos, que garantizaron la expansión de la industria, permitiendo a la población del planeta pasar de mil millones a 6,5 mil millones de almas, en unos escasos doscientos años, hubiesen entrado ya en una rampa de declive inexorable? ¿Qué ocurriría con nuestro optimismo intelectual si dentro de veinte o treinta años tuviésemos que vivir, la mayoría de nosotros, sin petróleo, sin gas natural y sin las variedades más ricas del carbón (o con un acceso limitado drásticamente y carísimo a este paradigma energético)? Aún peor, ¿qué sucedería si 1/3 de la población mundial, alrededor de 2050 (unos tres mil millones de almas desavenidas), decidiese sacrificar a los 2/3 restantes de la humanidad, abandonándolos al hambre, a la sed, a las intemperies en cadena, a las pandemias virales y a la guerra permanente, en nombre de la supervivencia de la especie? No existe ningún delirio en estas suposiciones. La condición moderna se asentó en una hipótesis inconsciente, que sólo muy tardíamente se comprobó que era errónea: la de la disponibilidad ilimitada y convergente de los recursos naturales, a la que le correspondió una ideología de crecimiento continuo de la economía, del consumo y del “bienestar”. La condición postmoderna, al conjeturar el paso de la utopía del crecimiento a la utopía del conocimiento, mantiene, sin embargo, una creencia fuerte en las posibilidades de expansión económica mundial. En cambio, la condición postcontemporánea considera ya una evidencia que antes de 2030-50 se producirá una ruptura dramática en el actual paradigma energético global, que arrastrará consigo una inevitable descomposición social a escala planetaria. La duda que aún subsiste en el espíritu postcontemporáneo se resume en saber si un frenazo dramático de los actuales niveles de desperdicio energético y de materias primas, combinado con una auténtica revolución tecno-cultural asentada en una duplicación digital del mundo, es decir, en la sustitución de buena parte de la agitación macroscópica actual en interactividad electrónica y digital, podrá evitar el desastre y permitir que la humanidad prosiga en la faz de la Tierra. De una forma o de otra, deberemos prepararnos para el choque de civilizaciones que se aproxima rápidamente.

Algunos observadores afirman que la desorientación (overshooting) de la humanidad ya ha empezado, y que inevitablemente caeremos en el gran agujero de la escasez energética, de la falta de agua potable, del agotamiento de los suelos agrícolas, de la crisis alimentaria generalizada, del agotamiento de las diferentes materias primas fundamentales, de la inviabilidad de seguir creando y produciendo derivados sintéticos del petróleo y del gas natural (plásticos, abonos, tintes y barnices, medicamentos,…), de catástrofes ambientales en cadena, de pandemias incontrolables y de nuevas guerras de destrucción masiva. ¿Qué puede hacerse? ¿En qué lugar debemos situar el arte y los museos en el escenario de esta naturaleza?

Recientemente, en un seminario sobre la “audio-visualización del arte” promovido por la Fundació “la Caixa” en Barcelona, me pregunté qué ocurriría con el patrimonio artístico de los siglos xx y xxi en un futuro en que la escasez de energía y de recursos fundamentales determinase la entropía de los sistemas tecnológicos que en la actualidad soportan, no sólo la producción continua de la realidad virtual y aumentada en que estamos inmersos (incluyendo la infoesfera y todas aquellas manifestaciones tecnoculturales en línea), sino también su conservación electrónica. ¿Qué sucederá con el depósito foto-digital de Bill Gates, con la música grabada o con las historias del cine y de la televisión, el día en que deje de ser viable económicamente la producción de nuevos equipos y soportes de almacenamiento y lectura digital y los equipos analógicos hayan sido relegados definitivamente? Cualquiera de nosotros conoce, a su pequeña escala doméstica, los efectos deletéreos de la obsolescencia tecnológica: los centenares de cintas de vídeo pacientemente reunidas a lo largo de los últimos veinte años están a punto de alcanzar su plazo de validez y los DVD durarán todavía menos. Los ordenadores acaban en la basura cada cuatro años, y los televisores, cada dos. No es en absoluto difícil imaginar este fenómeno a escala de toda una civilización tecnológica afectada súbitamente por una ruptura energética y ecológica sin precedentes. ¡Terrorífico! No sólo pondría en tela de juicio la posibilidad técnica de la “Historia”, sino también el mismo modelo de las llamadas sociedades postindustriales. La economía de servicios, las grandes ciudades y sus suburbios implosionarían, y la vuelta a nuevos modelos económico-sociales de subsistencia acabarían por imponerse a la humanidad. Tras un interregno catastrófico y violento, los supervivientes tendrían que volver a empezar desde las cenizas la difícil y larga caminata humana. ¿A partir de qué punto? ¿Cómo? ¿Con qué herramientas? ¿Con qué conocimientos? ¿Con qué convicciones? ¿Regresaremos, en las postrimerías de este siglo, a un régimen de artes plásticas de baja intensidad? ¿Volveremos al tiempo de los oradores errantes, de los rituales estético-religiosos en torno a las cosechas estacionales, o a los ex votos contra los cataclismos? ¿Qué ocurrirá con el patrimonio cognitivo y tecnológico de las artes comerciales y filosóficas de los dos siglos caracterizados por la invención de la fotografía y la posible implosión del paradigma de la reproducibilidad técnica enunciado por Walter Benjamin?

Responder a estas preguntas nos llevaría por un camino muy largo, pero creo que son buenas preguntas.

Va a ser necesario reinventar la filosofía y el arte a la luz de las transformaciones radicales de paradigmas antropológicos que se perfilan en el horizonte. Por eso, quizás sea bueno pensar en la transformación de los museos de todo el mundo en verdaderos centros comunitarios dedicados a simular los escenarios de cambio que se aproximan. Según mi opinión, y espero encontrar algunos entusiastas antes de que finalice la presente década, ha llegado el momento de pensar en monasterios tecnológicos, es decir, en una retirada estratégica que permita pensar con absoluta honestidad cómo salvar la sabiduría y el arte.

Lisboa, diciembre 2005


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